El domingo pasado vimos como Jesús alimentó a más de cinco mil hombres y después huyó cuando pretendían hacerlo rey. La multitud lo sigue y lo encuentra en Cafarnaúm, le preguntan: “Maestro, ¿cuándo has venido aquí?”, como diciendo: ¿por qué nos abandonaste ayer?, es éste muchas veces nuestro lamento. Y Jesús responde: “Os lo aseguro: me buscáis no porque habéis visto signos, sino porque comisteis pan hasta saciaros”. El texto nos quiere abrir a otra realidad, la del Pan de Vida: “Yo soy el pan de vida”.
“Trabajad, no por el alimento que perece, sino por el alimento que perdura, dando vida eterna, el que os dará el Hijo del hombre”. ¿Por qué debemos trabajar?: por lo eterno que es lo profundo, contrapuesto a lo superficial; lo auténtico contrapuesto a lo falso; lo que vale y es por sí mismo, opuesto a lo que es y vale por su relación con otras cosas. Somos conscientes que en un mundo dominado por lo material, lo perecedero, lo de usar y tirar incluso en el amor, lo perdurable y eterno parece inútil, pues, lo que se busca, son resultados prácticos y tangibles: el enfermo quiere ser curado, el paralitico andar, el hambriento ser saciado, el sin techo casa, el solitario compañía… todos buscamos beneficios palpables, soluciones inmediatas.
Jesús se niega a ser considerado como un mero repartidor de pan, (cuantas cosas podríamos cuestionarnos sobre nuestra acción social o sobre la actividad de nuestras Cáritas), Él sabe que el ser humano tiene necesidad de un bienestar material, y, sin duda, hay que luchar para que todos y cada uno lo tengan, pero eso no es suficiente. Se trata de un problema de dignidad humana, se trata de dar Vida sin apellidos, que se traduce en el compartir y la solidaridad, (es el gesto de la multiplicación). Por eso: “Éste es el trabajo que Dios quiere: que creáis en el que Él ha enviado” y en lo que Él predicó y significó: el Reino.
Creer es interpretar nuestra vida desde Cristo, es ser capaz de jugárselo todo por su palabra, reconociéndolo como lo absoluto, lo que vale la pena. Para estar dispuesto a esto podemos preguntarnos: “¿Y qué signo vemos que haces tú, para que creamos en ti? Nuestros padres comieron el maná en el desierto”, y tú, ¿qué nos das? La tarde anterior también ellos habían comido hasta hartarse, y con esta pregunta queda claro que no se dieron cuenta de nada. No descubrieron que Jesús en su propia persona era el mejor signo de que Dios les estaba dando la vida.
Se lo explica: No fue Moisés quien les dio el pan en el desierto, sino Dios, porque toda la vida viene de Dios y ese era el signo de que toda la vida viene de Dios. Tendremos que reconocer aquello de aquel predicador que no dejaba de repetir: ¡tenemos que poner a Dios en nuestras vidas!, a lo que el Maestro le dijo: ya está en ellas, lo que tenemos que hacer es reconocerlo. Seguimos sin entender: “Danos siempre de ese pan”, ¡pero bueno, no te has enterado!: “Yo soy el pan de la vida. El que viene a mí no pasará hambre, y el que cree en mí no pasará nunca sed”. San Juan nos está guiando por el largo y oscuro camino de la fe. Somos buscadores del pan de la vida, no necesitamos milagros para ver dónde está la vida, basta ver a Jesús. Jesús es el milagro de Dios, el signo de su presencia.
Más adelante nos dirá Juan, que Jesús vino: “para que tengamos vida y vida en abundancia” (Jn 10,10), o como decía San Irineo de Lyón: “la gloria de Dios es que el hombre viva”. Aspiramos a la vida plena para nosotros y para los más necesitados, una vida que en ocasiones empezará por partir y compartir el pan en cada mesa, en cada casa, y terminará en el altar de la Eucaristía.
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