Lecturas: 1ª Lectura: Is 35, 4-7ª; 2ª Lectura: Sant 2, 1-7; Evangelio:
Mc 7, 31-37
Solemos decir: “que no hay peor sordo que el que no quiere oír”, “que hablando y escuchando se entiende la gente”. En nuestra sociedad la incomunicación es uno de los problemas más graves. Es lo que le pasaba al sordo y mudo, o al menos tartamudo, de este relato. Es capaz de ver la gente, las cosas; pero el mundo le es totalmente silencioso, y el mismo es silencioso para los demás. Su mundo es un mundo incomunicado y cerrado. Es lo que nos pasa a nosotros en este sistema, que provoca una especie de sordera y mudez, que consiste en aceptar un modelo de hombre, un sistema de valores, un estilo de vida, una idolatría del dinero propugnada por el capitalismo, que imposibilitan escuchar y comprender otra manera de ser.
A los que se preparan para el Bautismo se les llama “catecúmenos”, palabra que significa: “los que escuchan”, o sea, los que tienen los oídos abiertos. Se les permitirá en el futuro escuchar la Palabra de Dios y hacer profesión de su fe, soltándoseles la lengua para proclamar el padrenuestro y el credo. En el mismo ritual existe el “Effetá” (ábrete), aunque en ocasiones se omite el gesto. Toda la preparación del catecúmeno iba encaminada a liberar al hombre, abriendo su oído y soltando su lengua, reviviendo lo que nos narra hoy Marcos. Dos pasos son pues importantes para certificar el Bautismo y vivir el Evangelio:
Uno, acabar con la sordera: “Y al momento se le abrieron los oídos”. Aprendiendo a escuchar, que no es lo mismo que oír. Debemos escuchar la Palabra de Dios, a las personas, o como nos dice Santiago en la segunda lectura, a los pobres:”Llegan dos hombres a la reunión litúrgica. Uno va bien vestido y hasta con anillos en los dedos; el otro es un pobre andrajoso. Veis al bien vestido y le decís: Por favor, siéntate aquí en el puesto reservado. Al pobre, en cambio: Estate ahí de pie o siéntate en el suelo”. El que escucha, se deja invadir en su interior por la palabra del otro, reflexiona sobre el clamor de las personas y los pueblos oprimidos, ora la palabra tratando de encontrar el punto de vista de Dios, que hace que una palabra sea divina. Se convierte en catecúmeno, en discípulo, aprendiendo a mirar todo, no desde la autosuficiencia o la suspicacia, sino siendo una persona abierta, dialogando, valorando y criticando este sistema que muchas veces nos hace idiotas (gentes de una sola idea). Todos necesitamos ser curados de la sordera, de “hacer oídos sordos”, ante lo que nos rodea.
Dos, ser libres para hablar: “Se le soltó la traba de la lengua y hablaba sin dificultad”. En un mundo lleno de parlanchines, de tertulianos que saben de todo, donde no se escucha, es difícil hablar. Pero más allá de nuestros orgullos, del temor o de la cobardía, de la pereza o el egoísmo, no podemos callar. No podemos guardar silencio ante el dolor de los explotados, de los que sufren hambre, de los parados, de los inmigrantes… y no proclamar la Buena Noticia. Esa es la misión que recibimos el día de nuestro Bautismo y que actualizamos en la Eucaristía. Pero no debemos conformarnos, con abrir la boca para decir buenas palabras, sino que tenemos que abrir también el corazón, para acreditar con los hechos y las obras lo que decimos. La libertad interior nos debe capacitar en la sociedad y en la Iglesia, para expresar con humildad, pero con fuerza, nuestro punto de vista. La humildad hace que en la Iglesia y en el mundo, digamos lo que somos, lo que pensamos, lo que sentimos; sin presentar nuestras palabras como las mejores o como la única a ser tenida en cuenta. En la Iglesia y en la sociedad se necesita escuchar mensajes más humanizadores, no sólo mercadear con las palabras. De esto sabe bastante el actual Papa.
La fe nos abre a la Palabra y el amor de Dios. Y esta experiencia es irresistible. Un creyente no puede vivir como si no pasara nada. Porque creemos no podemos callar. Tenemos que hablar. “Él les mandó que no se lo dijeran a nadie; pero, cuanto más se lo mandaba, con más insistencia lo proclamaban ellos”. Eso, lo dicho, es preciso acabar con la incomunicación.
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