MENSAJE DE MONSEÑOR ANDRES STANOVNIK: Celebremos con júbilo el nacimiento de Jesús, porque con él nace la vida
La noticia más extraordinaria y desconcertante de todos los tiempos es esta: “el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros” (Jn 1,14). Es decir, la Palabra de Dios, esa “palabra eterna se ha hecho pequeña, tan pequeña como para estar en un pesebre. Se ha hecho niño para que la Palabra esté a nuestro alcance. Ahora, la Palabra no sólo se puede oír, no sólo tiene una voz, sino que tiene un rostro que podemos ver: Jesús de Nazaret” (Verbum Domini, 12). Nace Jesús, nace la vida: la tierra se ilumina desde el cielo –esa patria de donde proviene la palabra– que con sus ángeles reacciona exultante exclamando “¡Gloria a Dios en las alturas y paz en la tierra a los hombres amados por él!” (Lc 2,14).
A partir de esa noticia, todo cambia radicalmente: el sentido y el valor de la existencia humana se entienden cabalmente sólo desde Jesús. Si quitamos a Jesús de en medio, nos quedamos solos con nosotros mismos, en la oscuridad del universo individual y social. Y solos no podemos darnos la vida, ni producir esa luz que la ilumine y que le dé sentido. Pensemos en Vanessa, aquella niña de 3 años, atrapada en un pozo, hundida en la oscuridad, con recursos limitados e insuficientes para sobrevivir por sí misma. Su estado representa, por una parte, la impotencia de la condición humana para salvarse por sí misma; pero por otra, revela la maravillosa capacidad que tiene el ser humano de abrirse y escuchar la voz que le viene “de lo alto”: esa voz familiar y salvadora que le va indicando con vigor y ternura los pasos que debe dar para salvarse, para tener vida en plenitud.
La que prestó oído a la voz que le vino de lo alto, siguió atenta a sus indicaciones y le entregó todo su ser, fue María de Nazaret. La joven obediente a la Palabra de Dios, abierta a la vida, valiente para enfrentar las dificultades e incomprensiones del medio, acompañada por José, el joven justo y bueno, abrió las “puertas de la tierra” para que el Verbo se hiciera carne en ella y por medio de ella “el cielo habitara” entre los hombres. Desde aquel momento, la alegría más honda que experimenta el ser humano es descubrir que la vida naciente es un don de Dios, que le pertenece a él y que él decide compartirla amorosamente con el hombre.
La vida naciente es siempre consecuencia de un acontecimiento relacional, nunca es un hecho meramente individual. Por eso, la responsabilidad de la vida humana en todas sus manifestaciones es una cuestión esencialmente interpersonal y social, y en ningún caso puede dejarse librada sólo al criterio individual. La luz de la fe acompaña el argumento de la razón y la ilumina aún más, cuando nos revela que Dios establece una alianza de amor con el hombre, que esa alianza llega a su plenitud en Jesucristo, en quien la vida humana alcanza su máxima belleza y plenitud.
“Por eso, como pastores y ciudadanos, queremos reafirmar, en este camino del Bicentenario y de modo especial durante el 2011, la necesidad imperiosa de priorizar en nuestra patria el derecho a la vida en todas sus manifestaciones, poniendo especial atención en los niños por nacer, como en nuestros hermanos que crecen en la pobreza y marginalidad”, dijimos al proponer el año 2011 como el Año de la Vida.
Celebremos con júbilo el nacimiento de Jesús, porque con él nace la vida. “La noticia gozosa de este anuncio –nos recuerda el apóstol Juan– se nos ha dado para que nuestra alegría sea completa” (1Jn 1,4). (Verbum Domini, 123).
MENSAJE DE MONSEÑOR DOMINGO CASTAGNA: Es más sabio un niño absorto y orando ante una versión rudimentaria del Pesebre original que los promotores de una fabula tardía que intenta reemplazarlo
Cuando la fe se apaga, los grandes acontecimientos religiosos se vuelven extraños e incomprensibles. Quienes tenemos muchos años, hemos presenciado el deterioro y vaciamiento progresivo de la Navidad. Muchos de quienes la “celebran”, al estímulo de una tradición meramente folclórica, ignoran su verdadero sentido y no pueden explicar sus orígenes. En tiempos de un implacable enjuiciamiento a las tradiciones cristianas se encuentran muchos bautizados desprovistos de los contenidos necesarios de la fe que dicen profesar. Es lo que se observa en la Europa moderna - que insiste en negar sus raíces cristianas – y que se extiende, como una moda ideológicamente perniciosa, en nuestros países latinoamericanos. Ya no es la incongruente indiferencia de numerosos dirigentes políticos y sociales, sino el ataque de la incredulidad ilustrada contra la fe simple del pueblo.
La Iglesia, garante de la fe, es desafiada a cambiar su metodología evangelizadora hasta adecuarla a las exigencias de hombres y mujeres creyentes que se niegan a caer en la trampa moderna de la apostasía. Lamentablemente el estilo comunicacional de muchos medios exhibe una jerarquización de las noticias que privilegia el escándalo, y su prolongada exposición, frente a los grandes y numerosos testimonios de santidad de auténticos creyentes. Para restablecer la salud, a Dios gracias no definitivamente perdida, es preciso volver a los orígenes. Para ello se requiere una honestidad a toda prueba, en base a la humildad. Los niños mantienen esa disposición; se equiparan a ellos los pobres y humildes o “los pequeños”, debidamente identificados por Jesús: “Te doy gracias Padre porque estas cosas las has revelado a los pequeños…” Mientras se intenta eliminar los signos originales, hasta reducir la Natividad de Jesús a una mera fiesta familiar, reaparece la enseñanza del Maestro: únicamente los “humildes” podrán recuperar el sentido de la celebración tradicional. Y con el sentido, el hecho real de la Encarnación del Hijo de Dios.
Es más sabio un niño absorto y orando ante una versión rudimentaria del Pesebre original que los promotores de una fabula tardía que intenta reemplazarlo. En el niño está el alma de la gente pobre, poseedora del Reino, que no entiende por qué se empeñan en borrar la verdad del nacimiento del Niño Dios. La Iglesia tendrá que retomar las armas de la evangelización y salir al encuentro del relativismo agnóstico que pretende armar un mundo sin infancia inocente, ateizada desde la cuna y educada al margen de valores cristianos, con la complicidad de espectáculos infantiles que causan un verdadero vacío del sentido religioso de la vida. En esta simple consideración hubiera preferido eludir el actual estado de la celebración navideña. No es posible. Nos queda como único recurso volvernos a la Palabra inalterable que escuchamos y celebramos en nuestros templos. Este mundo, que es nuestro y nos duele en el alma, necesita un llamado de alerta, con poder suficiente para causar un saludable cambio de rumbo. No se logrará depositando la confianza absoluta en el poder de la técnica y de la ciencia sino en la gracia de Cristo.
El Papa Benedicto XVI, con la clarividencia intelectual y espiritual que lo distingue acaba de decirnos: “Al alba del tercer milenio, no sólo hay todavía muchos pueblos que no han conocido la Buena Nueva, sino también muchos cristianos necesitados de que se les vuelva a anunciar persuasivamente la Palabra de Dios, de manera que puedan experimentar concretamente la fuerza del Evangelio. Tantos hermanos están bautizados, pero no suficientemente evangelizados”. (Verbum Domini Nº 96) El espacio festivo que perdura, a veces como un cascarón vacío, nos ofrece la oportunidad de retomar el curso de la evangelización apostólica. Gracias al Cielo, en Argentina 2010, aún no está prohibido hablar de la Navidad. Es el momento de confiar en el poder del auténtico acontecimiento. Basta recordarlo en silencio y volver a la actitud sabia de quienes no se avergüenzan de orar ante el Divino Niño, junto a su Madre y a José. En estos términos deseo a todos una ¡MUY FELIZ NAVIDAD!
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