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domingo, 14 de septiembre de 2014

FIESTA DE LA EXALTACIÓN DE LA CRUZ EN LA BASÍLICA

Cada 14 de septiembre se celebra la Exaltación de la Santa Cruz, aquel madero que “representa todo el amor de Dios, que es más grande que nuestras iniquidades y nuestras traiciones”, como dijo Papa Francisco el Viernes Santo de este año.


En el Santuario de la Virgen se realizó a las 8 la misa en la Fiesta de la Exaltación de la Cruz. Participaron numerosos fieles, quienes invitados por el sacerdote que presidió la celebración, luego de implorar la protección maternal de María de Itatí, invocándola como Tiernísima Madre de Dios y de los hombres, se trasladaron procesionalmente hasta el lugar donde se encuentra la Cruz fundacional de Itatí, junto a la imagen peregrina de la Virgen, para honrar de manera especial al sagrado madero.

En el lugar, el padre Juan José Mettini dijo a la feligresía congregada "éste es el sagrado madero, donde Cristo ha vencido a la muerte para nuestra salvación, pidamos al Redentor del mundo paciencia y fortaleza para cuando nos toque llevar la cruz para poder continuar nuestra marcha hacia el Padre. Necesitamos de la ayuda de Cristo, día a día para sortear los obstáculos".

Seguidamente se rezó la oración a la Cruz de los Milagros, y después de la bendición final impartida por el sacerdote, la feligresía fue rociada con agua bendita.


¿Cuáles son mis cruces?,¿He puesto nombre a mis heridas?
A veces ni siquiera sabemos por qué estamos rotos, qué nos hace sufrir, cuál es nuestra mayor fragilidad. Él me espera cada día en su cruz para abrazarme, para tocar con sus manos esa herida que aún me duele, mi herida de amor, de abandono, mi miedo, mi herida de anhelo de algo que no llega, mi soledad, mi sed de pertenencia, mi sed de tener un lugar, un sentido.

Cada uno sabe cuál es su herida. Ojalá podamos mostrársela a Jesús. Él nos muestra la suya. Jesús puede sanar esa herida desde la cruz. Me comprende, también sintió el fracaso, el abandono, el miedo por los suyos, la preocupación por su madre, la incertidumbre, la oscuridad, la traición, la incomprensión, el dolor físico y el temblor ante la muerte. Su herida también es de amor, como la nuestra. No hay nada humano que Él no pueda comprender.

En su corazón cabe todo lo que hay en el mío. Lo acoge, lo hace suyo. No espera que sea perfecto. Me quiere como soy. Su costado es la puerta abierta para que yo pase, para que Él llegue a nosotros. Se conmueve ante mi dolor, ante mi cruz, ante mis heridas. Nada de lo mío le es indiferente. Y yo me arrodillo y lo adoro. ¿Cómo puede un herido sanar a otro herido? Porque es el único que puede comprender mis propias heridas. Porque ante Él no me siento inferior cuando me muestro frágil, vulnerable, humano. Porque ante su cruz no soy juzgado, y su compasión, su consuelo, su cercanía, sanan mi corazón.

En esos momentos, necesito sentirme querido y apoyado, no que alguien analice lo que me pasa desde la perfección y me diga teorías, o lo que he hecho mal, o lo que tengo que cambiar para hacerlo mejor. No, necesito a alguien que sufra conmigo, que le duela lo que a mí me duele, que me sostenga, que me dé la mano y me abrace. Que me acompañe cuando yo no entienda sin darme una respuesta fácil. Necesito a alguien que guarde silencio, porque mi dolor es sagrado y las palabras a veces son torpes. Que esté conmigo, que me sostenga.

El dolor me aleja de las personas a las que no les importo mucho, y me ata mucho más profundamente a los que me quieren. El amor probado es invencible. Es eterno. Siempre deseamos que las personas cercanas se pongan en nuestro lugar cuando sufrimos. Y cuando amamos mucho a alguien desearíamos sufrir en su lugar. Eso es lo que Jesús hace en la cruz. Se pone en mi lugar. Muere por mí. Es su amor probado. En su cruz está mi cruz, y Él ya ha vencido. Hoy, en la cruz, a cada uno nos dice: «Te quiero, ven, te esperaba, en mi cruz tienes un lugar. Ya sé que a veces no encuentras sentido a tu vida, pierdes la esperanza y sientes que tu vida no vale para nada. Estoy a tu lado, te acompaño, te ayudaré a ver detrás de todo mi mano cuidándote, también en eso que te cuesta más». Así nos salva, así nos sana. Desde su cruz, desde nuestra cruz. Lo adoramos en silencio. Oculto en la cruz nos ama. Le decimos que una sola palabra bastará para sanarnos. Él se parte por mí en cada misa. Sus heridas nos sanan. Su amor nos cura. Sólo el amor puede calmar mi sed, sanar mi herida.

Hoy, ante Jesús en la cruz, ante Jesús en la Eucaristía, le pido que modele mi corazón según el suyo, que haga mi vida a su medida, que me ayude a donarme como Él se dona, a ponerme en el lugar del otro, a comprenderlo, a acogerlo, a perdonarlo. A preocuparme de los demás en medio de mis dificultades. A mirar más allá. A tener compasión y estar como María, al pie de la cruz de otros. Nadie quiere la cruz, ni la nuestra ni la de los que amamos. Nos duele. Pero creo que la cruz de Jesús es el sello de nuestro amor.

La vida sólo merece la pena si la donamos, si nos entregamos amando, si sostenemos otras cruces, si miramos como Él nos mira.

(Colaboración del padre Juan José Mettini)




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