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lunes, 17 de julio de 2017

Homilía en la Misa del 117º aniversario de la Coronación Pontificia de la Virgen de Itatí


“Miraste con ojos de misericordia”, es el lema que nos acompaña en esta espléndida fiesta de nuestra Madre. La hermosa frase fue extraída de la oración Tiernísima Madre y allí decimos que ella nos mira con una mirada llena de misericordia. Cuando nos sentimos mirados por ella, su mirada descongela nuestras frialdades y ablanda las durezas de nuestro corazón; nos llena de paz, de consuelo y de fortaleza para enfrentar las dificultades de la vida, y nos sostiene para no ceder ante la tentación del desaliento, ni ante la seducción de tomar el camino fácil. Dirijamos hacia ella nuestra mirada y depositemos en ella nuestra confianza, así como lo han hecho las generaciones que nos precedieron.

Virgen de Itatí: memoria que nos salva
Les propongo que recordemos hoy aquel mojón histórico, que lleva por nombre “El Atajo”, que se encuentra ubicado a unos pocos kilómetros de aquí. Los testimonios de la época –hace unos 260 años– cuentan que allí sucedió una de las manifestaciones más asombrosas de la Virgen. Por aquel entonces, una horda de aborígenes payaguáes pirateaban a lo largo del Río Paraguay, robando ganado, matando pobladores, y apropiándose de las chacras de maíz y de trigo. El pueblo itatiano, al tener noticias de un inminente y feroz ataque, se prepararon como en otras situaciones parecidas, tomando sus armas los más aptos entre los hombres jóvenes y de edad madura; mientras los más ancianos (los “tuyá”), las mujeres (las “cuñá”), y los niños (los “cunumí”), se refugiaban en el templo junto a la imagen de la Virgen para rezar, rogando por su salvación y la de sus seres queridos. La desproporción de la fuerza itateña era enorme frente a la aulladora montonera payaguá. La avanzada itateña se detuvo a la orilla este del arroyo, que corre en ese lugar, para hacerle frente. Pero repentinamente, bajo un tiempo tormentoso y cuando avanzaba la caballada Payaguá con sus alaridos, arcos y flechas, boleadoras y lanzas de tacuara, ocurrió lo que nunca: la tierra se estremeció, temblando la superficie del lugar, y se abrió una zanja profunda, como un inmenso semicírculo, que tocaba con sus extremos la estancia itateña de La Limosna y el Campo de San José. De esta manera, cuando ya los puebleros se creían perdidos ante lo grande y aguerrido del malón, presenciaron cómo sin combatir aún, los Payaguá se detuvieron asustados ante la estrepitosa torrentera que se interpuso inesperadamente ante su ataque, y desistieron de sus intenciones, atemorizados por los hechos asombrosos sucedidos. Desde entonces el arroyo y el lugar fueron denominados con el nombre de El Atajo, en recuerdo de ese prodigio.

Pero hay un dato más que no conviene pasar por alto. Con el tiempo, ese lugar tomó el nombre de “El humilladero del Atajo”. No se trata de un monumento, ni de una ermita, ni de edificación alguna. Ese lugar se lo nombra como humilladero, porque es donde los peregrinos se humillan, bajan de sus cabalgaduras o de sus cómodos vehículos, recuerdan el hecho histórico de la protección de la Virgen y prosiguen a pie el camino al santuario. Hasta aquí lo que nos relata la historia.

Una memoria que nos desafía hoy
También hoy nos acechan “hordas salvajes”, que piratean por el río y se mueven libremente por nuestras calles, sembrando destrucción y muerte. Algunas son más visibles que otras; las hay disfrazadas y seductoras; asestan dardos mortíferos en los más vulnerables, como son los niños y los jóvenes, ofreciéndoles una salida fácil y placentera, pero tan efímera como devastadora. Escucha, Madre, el clamor de tus hijos, protégelos con tu manto maternal y, al mismo tiempo, dales la sabiduría y la luz para ver dónde está el verdadero enemigo de la condición humana, el padre de la mentira, el que engaña con la promesa de alcanzar una vida feliz y segura en poco tiempo y sin esfuerzo alguno. Tiernísima Madre, así como cuidaste a nuestros antepasados, míranos también hoy a nosotros que humildes recurrimos a vos; enséñanos a ser verdaderos peregrinos, a bajarnos de nuestras comodidades, y aprender a caminar uno junto al otro, atentos al que está a nuestro lado, y dispuestos siempre al servicio, especialmente a los más necesitados.

Recuperemos la sabiduría del “humilladero” que heredamos de nuestros padres y abuelos: pongamos a Dios en el centro de nuestra vida y aprendamos de la Virgen a hacer lo que Él quiere. “Si Dios quiere”, era una frase común para decir que se haga su voluntad y no la mía, tal como lo pedimos en el Padrenuestro: “Hágase tu voluntad”. Los niños de Fátima: Jacinta y Francisco, nos recuerdan que “Dios resiste a los soberbios y da su gracia a los humildes” (St 4,6). Por medio de ellos, la Señora de Fátima confirma el llamado a la conversión, que fue el tema principal de la predicación de Jesús: “conviértanse y crean en la Buena Noticia” (Mc 1,15). El papa Francisco, en la homilía de la canonización de estos dos niños, dijo que “hoy, la Virgen María nos repite a todos nosotros la pregunta que hizo, hace cien años, a los pastorcitos: «¿Quieren ofrecerse a Dios?». La respuesta: «¡Sí, queremos!». ¿Nos animamos nosotros a escuchar esa invitación de la Virgen? ¿Quieren ofrecerse a Dios? Ofrecerse a Él es estar pendiente de su voluntad y asumir con valentía las alegrías y sufrimientos que conlleva la vida, en una actitud recia y humilde de ofrecimiento al Señor. Ofrecerse a Dios es mirar al prójimo, ver en él el rostro de Cristo y ponerse humildemente a su servicio.

La Virgen Madre: ejemplo de misericordia
Lo hemos escuchado hace un momento en el cálido relato de la visita de María a su prima Isabel. María parte sin demora en ayuda de su prima ya anciana y embarazada. Sin demora, es la consigna de María cuando se trata de auxiliar a sus hijos; que también nuestra respuesta a dejarnos ayudar por ella sea sin demora. Entonces, en esa conjunción armoniosa de voluntades, surge el milagro que nos sorprende al ver que no es tan difícil superar los problemas cuando aprendemos a sobrellevarlos juntos, y confiamos en su poderosa intercesión. Así lo vive un grupo numeroso de itateños, que se reúne todos los días en el Camarín de la Virgen, después de los sucesos que conmovieron a este pueblo y a todo el país. Como hace muchos años en El Atajo, también nosotros hoy recurrimos humildemente a Ella, para pedirle que nos cuide y nos proteja, con la certeza de que ella responderá con su cuidado maternal a todos sus hijos, como lo hizo por más de cuatro siglos a todos los que le han implorado.

Tiernísima Madre, tus hijos e hijas que peregrinamos en esta bella, rica y bendita tierra argentina –como te decíamos a medianoche al saludarte– ponemos en tu corazón un clamor muy profundo que surge de nuestro corazón: te imploramos que nos ayudes a los argentinos a construir puentes de fraternidad entre todos. Somos como una tierra árida llena de resentimientos, prejuicios y rencores, que clama por una lluvia mansa de perdón, de reconciliación, de verdad y de justicia. Enséñanos, Madre, caminos de superación y reparación del tremendo daño que nos causaron, y aún causan, los continuos enfrentamientos y divisiones, en los que nos encontramos enredados. ¡Muéstranos a Jesús, Él es nuestra paz!

Ella nos da los “ojos y el corazón de Jesús” para comprender las grandes verdades que aprendimos en la familia, en la escuela y en la iglesia: que la vocación del hombre es amar a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a uno mismo; que esta patria terrena es transitoria, que la misma nos fue confiada por Dios Creador para que la cuidemos entre todos; para que nos preocupemos porque todos, especialmente los niños, se alimenten bien y todos vayan a la escuela; el servicio de la salud llegue a todos y todos tengan un trabajo digno; los ancianos y los enfermos estén dignamente cuidados; que debemos pedir todos los días la gracia de perdonarnos unos a otros y amigarnos con los que vamos de camino; que necesitamos una mirada transparente para comprender la belleza cristiana del matrimonio y la familia; una mirada sensible y delicada con la mujer madre y con la vida que concibe en su seno; una mirada acogedora con los alejados y los que han equivocado el camino; la gracia que todos gocen de libertad religiosas; una visión que genere procesos de vida ante la droga, la trata de personas, y toda forma de muerte; una mirada respetuosa y una conducta responsable con la casa común que habitamos todos; y, finalmente, una mirada cristiana al recordar a nuestros queridos difuntos.

Para concluir, no olvidemos que para sostener una respuesta generosa a Dios y al prójimo, necesitamos que nuestra mirada se encuentre con la tierna mirada de nuestra Madre, descubrirnos sus hijos y hermanos de Jesús, querernos un poco más y darnos cuenta de que lo único que realmente vale la pena en la vida es gastarla en bien de los otros, porque es por ese camino que la felicidad tan anhelada nos irá sorprendiendo a cada paso.

¡Tierna Madre de Itatí! Ruega por nosotros.

Mons. Andrés Stanovnik OFMCap.
Arzobispo de Corrientes

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