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sábado, 6 de junio de 2015

SOLEMNIDAD DEL SANTÍSIMO CUERPO Y SANGRE DE CRISTO

La Eucaristía es una cena comunitaria, sólo podemos comprenderla si la enfocamos desde el ángulo de la Pascua, el Paso definitivo hacia el amor. Es el rito que sintetiza todo el pensamiento de Cristo acerca de la vida humana. No un espectáculo para mirar ni un rito para oír… Es, antes que nada, una mesa a la que somos invitados por el mismo Jesús, para compartir su cuerpo entregado: “esto es mi cuerpo”, “ésta es mi sangre”. Ya la primera Pascua fue comida, comida de primavera, del despertar de la nueva vida. Comer es participar juntos de la misma empresa, de idénticos sentimientos, comiendo el mismo pan de la existencia compartida. Es unirse al Cristo que se da por los hermanos, comprometiéndonos en ese gesto a ser otros Cristos, otros panes que alimentan al hermano necesitado.


No es un gesto romántico; es mucho más que recibir a Jesús en el corazón. Es comprometerse a vivir con sus sentimientos, poniendo toda nuestra existencia al servicio de la comunidad. No podemos comulgar con cualquier Jesús, sino con este Jesús del Evangelio. Ya es hora que terminemos con la misa espectáculo, la misa obligación, la misa tradición, la misa de caras largas y silenciosas. Misas sin saludos, sin comunicación, sin alegría, sin gestos espontáneos, sin participación sincera.

La celebración eucarística, fiesta memorable, es el mejor índice de nuestro espíritu comunitario. Por eso mismo es un desafío y una exigencia: no podemos celebrar lo que no vivimos durante la semana; no podemos compartir nada si no nos conocemos, ni hay interés por reunirse para hacer algo juntos, si pasamos indiferentes ante los problemas de la pequeña y de la gran comunidad humana. Comamos juntos nuestra existencia, asumamos juntos esta historia, bebamos en la fuente de nuestra vida cristiana. He aquí el sentido de la Eucaristía.

Quizá no exista en el cristianismo un gesto tan maltrecho y rutinario como la Misa. Es triste que hayamos reducido a eso lo que Jesús consideró como el gesto más comprometido y revolucionario de todo su mensaje, al que invito a hombres sumamente preocupados por su destino. Y aquellos hombres, todos ellos trabajadores de diversas profesiones, supieron finalmente comprender que la Eucaristía no es más que el rito simbólico, de una realidad nueva que ya estaba en marcha: la comunidad universal de los hombres de todas las razas, sentados a la misma mesa de la libertad, tratados con el mismo respeto y dignidad, conscientes todos de un compromiso histórico irrenunciable.

Vamos a terminar con una cita de San Juan Crisóstomo: “Si queréis honrar al cuerpo de Cristo, no lo despreciéis cuando está desnudo; no honráis al Cristo Eucarístico con ornamentos de seda al ignorar a aquel otro Cristo que fuera de los muros de la Iglesia padece frío y desnudez”. Honremos la Eucaristía y salgamos a la calle, pero sabiendo que significa lo que celebramos, no vaya a ser que un gesto comprometido y casi subversivo lo convirtamos en un culto vacio de sentido. Con poca cosa, pan y vino, queremos hacer presente que es posible una nueva humanidad, que es posible el Reino, la mesa común, y eso es lo que decimos aquí dentro y después expresaremos fuera y cada día en el trabajo, la familia, el estudio, en las asociaciones, el compromiso político, el voluntariado y en la vida.

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